domingo, 8 de diciembre de 2013

Un día en la vida de John

Era cierto que es una “auténtica suerte” tener una cafetería, en la cuadra siguiente a donde vivo, en la que sirven un empezar del día tan suculento. “Café la Fortuna”. Continúan gustándome los juegos de palabras. Condición indispensable para un músico que pretenda conseguir atrapar una buena letra para esas llamemos...  liebres de inspiración. Hoy desayunaré un poco más italiano, porque, además del capuchino, los huevos revueltos –casi continentales, imprescindibles y de gratos recuerdos- me comeré uno de esos dulces rellenos de crema. ¡Qué raro estoy! Otro lunes de buen humor.
- ¿Éste de aquí, sir? –Me adivinó como siempre el deseo, Richard.
Señalaba, con cierto aire de magnificencia, el croissant al que no le había quitado ojo desde que lo descubrí trás el cristalino expositor.
- No sé cómo demonios lo haces, Richy. Será porque eres nieto de un… bendito adivino de las montañas escocesas. Sí, ese mismo…, y no me llames, sir –tuve que sonreír- sé que lo haces por agradar a la inquina irónica de tus ancestros.
-Aparte de mofarse de esos ridículos tratamientos que se estilan en su... nunca bien amada Inglaterra, mis antepasados highlanders se deben estar revolviendo en sus tumbas porque hoy…, me levanté con malas sensaciones. En fin…
Se fue y volvió a la mesa con una bandeja rebosante con todos los cubiertos.
- Casi no le reconocí al entrar…, Mr. John –habló, de nuevo, el barman-. Se preguntará por qué. Lo único que puedo sugerirle es que vuelve a llevarse el estilo de corte de pelo a lo Elvis. No alcanzo a entender la razón última por las que “desaparecen” personas tan valiosas. Por cierto, eso sí que es música.
Después de dejar caer el ensortijado consejo, su queja y la irreverencia se alejó hacia la barra canturreando “Love Me Tender”.
Él era uno más de los atractivos de este sitio, pensé, mientras me di a devorar todo lo que tenía al alcance y a lamentar la frenética mañana que me esperaba.  
Salí del afortunado café y me encaminé a una conocida barbería de West Side, en la misma 72.
Al otro lado de Nueva York un hombre de unos 25 años de edad, y mediocre en todo lo demás, compró un ejemplar de “El guardián entre el centeno”.
- ¿Podría facilitarme, librero, una de esas plumas que usamos los escritores para firmar nuestras obras? Será un instante.
La tienda por el género que vendía y más por la hora estaba desierta. “Desde luego que éste no es J.D. Salinger…, bueno un loco más en la gran manzana”, meditó a la vez que alargaba al cliente lo que le había pedido. No quiso evitar leer, a hurtadillas tras la pasta marrón de sus anteojos, lo que escribió el enigmático joven sin soltar de su sobaco una copia del LP “Double Fantasy”.
Para Holden Caulfield. De Holden Caulfield. Esta es mi declaración”.
Pasado el mediodía, camino a casa, John recordó la fotografía que había seleccionado de entre todas las tiradas durante la titánica sesión. Estaba como poco antes de venir al mundo: en posición fetal, acurrucado junto a su pareja. Y ella, perdida, ajena a su caricia. Captaba, fielmente, la relación que mantenían en la actualidad. O quizá fuese premonitoria, cíclica... la soledad del orígen.
 En el portal había varios curiosos, como siempre. Un individuo se acercó a la estrella. En una pistolera, pegada al interior de la camisa, portaba un revólver 38 Special de Charter Arms. En silencio, le extendió una copia del LP “Double Fantasy” que se sacó de debajo del otro brazo. John escribió su nombre completo seguido de 1980.
- ¿Es todo lo qué quieres? –preguntó cortés.
 Ambos sintieron un destello y, de inmediato, el cansino ruido de una cámara fotográfica. La celebridad sonrió al reconocer la cara del reportero. El seguidor se alejó, probablemente, cambiando de planes.
En idéntico lugar, unas horas más tarde, permanecía aquel hombre parado en la sombra de uno de los arcos que conformaban la fachada del edificio Dakota. Sus manos, en los bolsillos de un grueso gabán que le protegía del invierno en aquella noche del 8 de diciembre, acariciaban dos objetos podría decirse que antagónicos: el lomo de un libro que contenía una suplantada declaración de culpabilidad y un gatillo sin sentimientos.
La limosina enfiló la Calle 72 Oeste.
Diez para las once. Saludaré un momento a los fans. ¡Tanto rato esperando! Y este frío. Se lo merecen. Espero que Sean no se fuera a dormir ya. Aunque es tarde. Sólo cinco añitos. Tengo que pasar más tiempo con él… -John se habló sin mover sus labios.
- Nos bajamos aquí, querida. Serán unos saludos. ¡Ve delante y dile a nuestro hijo que me gustaría darle las buenas noches!
La mujer entró a la residencia. Unos minutos cordiales. La sombra bajo el arco disparó cinco balas de punta hueca que salían de un 38 Special. Un tiró pasó por encima de la cabeza de la víctima impactando en un portón abierto del inmueble. Sin embargo, dos entraron por la espalda saliendo por el pecho; uno le toco el cuello y el otro destrozó su hombro izquierdo.
Tengo que subir estos peldaños. Sean me espera. ¡Cómo duele…! Amor mío. ¡Ya no creo en nadie! Sólo en Yoko y en... en mi hijo... Imagina que no hay paraíso. No hay nada por lo que matar o morir..., toda la gente viviendo la vida en paz.
- Jay…, me dispararon –vomitó una substancia carnosa y se desplomó.
Soy un soñador... se me va la vida… Ningún infierno debajo de nosotros... solamente, cielo.
El conserje cubrió el cuerpo de Lennon con la chaqueta de su uniforme. Le quitó las gafas, redondas, ensangrentadas.

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