sábado, 8 de junio de 2013

Gracias por venir

Cuando uno camina, los paisajes con sus habitantes y sensaciones se van quedando atrás. Al principio, la boca abierta que provoca la marcha, el sorprenderse; destapar lo inesperado, los aspectos imposibles de prever: se nos almacenan, de manera torrencial, en la trastienda de nuestras retinas. Apenas te das cuenta del movimiento y de todo lo vivido en el breve espacio de tiempo en que vences las rutinas. Es como si vivieras a medias lo que ocurre porque ni capacidad te da para interiorizarlo por completo.

Al final de una agotadora jornada: el cansancio termina por hacernos cerrar los ojos. Es entonces el momento en que regurgitan las emociones. A veces, como relámpagos cegadores que llegan a nublarnos el corazón, sacuden la vigilia de los recuerdos. Provoca que vuelva ese mordisco de ansiedad por lo vivido. Otras, se presentan como un agradable cosquilleo, tintineante, que nos va colmando de alegría y parece que va a derramarse fuera de nosotros.


Todo periplo conlleva sus peligros añadidos. Siempre hay a quien le disguste ver pasar las comitivas, con sus ruidos, mudanzas y sudores. Sea como fuere y cómo cada cual lo viva, yo me quedo con lo positivo. Sobre todo con el buen fondo de la gente que me voy encontrando por el camino. Sus palabras de aliento. La acogida franca, un abrazo o sencillo apretón de mano, miradas de orgullo compartido, ojos húmedos que me tocan el corazón y un “hasta siempre” sincero. Yo me quedo –como canta el amigo Pablo Milanés- con todas esas cosas, pequeñas, silenciosas. Con esas, yo me quedo… 

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