Cuando
uno camina, los paisajes con sus habitantes y sensaciones se van quedando
atrás. Al principio, la boca abierta que provoca la marcha, el sorprenderse; destapar
lo inesperado, los aspectos imposibles de prever: se nos almacenan, de manera
torrencial, en la trastienda de nuestras retinas. Apenas te das cuenta del
movimiento y de todo lo vivido en el breve espacio de tiempo en que vences las
rutinas. Es como si vivieras a medias lo que ocurre porque ni capacidad te da
para interiorizarlo por completo.
Al
final de una agotadora jornada: el cansancio termina por hacernos cerrar los
ojos. Es entonces el momento en que regurgitan las emociones. A veces, como
relámpagos cegadores que llegan a nublarnos el corazón, sacuden la vigilia
de los recuerdos. Provoca que vuelva ese mordisco de ansiedad por lo
vivido. Otras, se presentan como un agradable cosquilleo, tintineante, que nos
va colmando de alegría y parece que va a derramarse fuera de nosotros.
Todo
periplo conlleva sus peligros añadidos. Siempre hay a quien le disguste ver
pasar las comitivas, con sus ruidos, mudanzas y sudores. Sea como fuere y cómo
cada cual lo viva, yo me quedo con lo positivo. Sobre todo con el buen fondo de
la gente que me voy encontrando por el camino. Sus palabras de aliento. La
acogida franca, un abrazo o sencillo apretón de mano, miradas de orgullo
compartido, ojos húmedos que me tocan el corazón y un “hasta siempre” sincero.
Yo me quedo –como canta el amigo Pablo Milanés- con todas esas cosas, pequeñas, silenciosas. Con esas, yo me quedo…
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